Friday, September 19, 2008

La Voz del Fantasma

Escribir acerca de Mark E. Smith es una tarea hostil. Es una de esas personalidades que parecen no encajar sobre su propio molde, que huyen de su mito apelando a los recursos más obvios: el bostezo, el ridículo, la supuesta amnesia. Su música está a años luz del standard de sonido mainstream e incluso del negocio de la vanguardia, es un universo abrasivo, repetitivo y deforme que parece la mejor manera de acercarse por partida doble a los vestigios de esta sociedad post capitalista y, por qué no, a su propio cerebro.

Estoy comenzando a creer que la belleza es un fascismo. Como un dictamen godardiano: sino estás contra ellos, sos cómplice. Mark, pedazo de estúpido, destruye su música por vos, para que no creas en todo lo otro. Podría hacer canciones radiables, por qué no, escuchen Cruisers Creek, I feel Voxish, L.A., podría tener su puto éxito de ventas, pero decide no hacerlo. Es un artista. Juega con tus límites y con tu paciencia y sacrificando su éxito (hablando de dinero, claro) ridiculiza a cualquier otro aspirante a rockero rebelde que las hordas de periodistas inútiles de la NME o la RS (todo es una puta sigla en estos días) siempre están dispuestos a encumbrar. A diferencia de la fealdad de una banda como Beat Happening, que se aferra a alguna clase de inocencia, The Fall, el monstruo de miles de cabezas que creó Mark, es cinico, consciente de su proceso autodestructivo y feliz en ese juego. Hay tantas mentiras que un tipo brutalmente honesto parece un marciano o un loco. Dios lo bendiga.

Su voz es un capítulo aparte. La melodía se desintegra en gritos, vociferaciones, balbuceos incoherentes que disfrazan la verdad con el único atuendo que puede usar en estos días: el absurdo. I have dreams, I can see Carloads of negro Nazis, Like Faust with beards, Hydrochloric shaved weirds. Es la voz de un fantasma. Un borracho en un karaoke punk. Si el rock tiene algún sentido, es por tipos como él. No le crean: no es un estúpido. Rehúye de toda etiqueta como si evitara la tentación de convertirse en una leyenda, forma elegante de referirse a los muertos. Escapa de lo obvio y sigue destruyendo, en vano, la enorme estructura de cosas bellas que nos tiene preparada la cultura pop.

Los grupos de ahora me suenan a negocio. No me relaciono con eso, para nada. Siempre es “gracias esto”, “gracias a mi manager” y esa no es la razón por la que comencé con mi grupo. Hay demasiadas bandas, demasiados músicos. Y todos están en esto por las razones equivocadas. Vi un documental en BBC2 sobre Pulp o Blur. Decían “estamos en esto por las mujeres o las drogas”. ¿De qué mierda estás hablando? Dicen: “Siempre quisimos ser como los Beatles: llenos de minas”. Siempre lo mismo: “Jarvis Cocker nunca hubiera tenido una mujer si no fuera estrella de rock”. ¿Pero a quién le importa? Bien por vos, pibe. Bien hecho. Yo tenía más mujeres antes de estar en The Fall. Y tenía más dinero antes de estar en The Fall.

Nunca estuve en Manchester, claro, pero ser fan de algunas bandas y de algunas películas me han dado algún tipo de panorama: cielos grises y estáticos, fábricas venidas a menos que largan un humo espeso, planes de vivienda color ladrillo, etc. Mark E. Smith es un producto mancuniano. Nació en 1957, es el mayor de tres hermanas. Su abuelo Fred tenía una empresa de fontanería en la cual estaba involucrada toda la familia. Cuando Mark dejó la escuela y también se rehusó a trabajar de destapador de caños se fue de su casa y comenzó a trabajar en los muelles para mantenerse. Para ese entonces se fue a vivir con su novia, Una Baines.

Mark descargaba y cargaba cajas. En la escuela se jacta de haber sido el mejor alumno entre los 200 que iban con él. Es una especie de satisfacción. Era el único con acento mancuniano en todo el colegio, así que muchas veces sus compañeros lo hacían hablar frente a toda la clase para reírse. Por eso mismo, se mantenía generalmente en silencio. Hoy es cierto que muchos graduados universitarios se juntan para interpretar los textos herméticos de Mark, algo que no deja de provocarle cierta gracia: hay superabundancia de universitarios hoy en día.

El pequeño Smith formó The Fall en 1977, a sus tiernos 20 años. La decisión la tomó luego de ver a los Sex Pistols en el Lesser Free Trade Hall de Manchester. Todo el mundo sabe que ahí estaban los Buzzcocks, los futuros Joy Division y algunos notables y anónimos más. El nombre se lo deben a la novela de Albert Camus. Live At The Witch Trails es el comienzo de una discografía que se extendería indefinidamente, que se piratearía a sí misma con todo el empeño del que Mark es capaz. Su objetivo ha sido alcanzado: no hay un disco clásico de The Fall, no hay un canon de 10 canciones de The Fall, no hay un hit o un tema conocido por tu abuelita. No. La música se mantiene en su contexto. Lisandro Alonso, director de filme anti comerciales como La Libertad o Liverpool, se resiste a estrenar sus películas en el mismo complejo que Wall E porque sabe que nadie la apreciaría allí. Tiene mucha razón, y quizás Mark suponga lo mismo. En algún momento (a mediados de los ochenta), cuando estaba casado con Brixie, su novia americana que tocaba la guitarra en el grupo, su música se volvió luminosa y llegaron a tener apariciones fecuentes en MTV, pero luego esto también de deshizo. El auto boicot como estrategia de dignidad.

De joven Mark era atractivo de un modo muy particular: delgado, fibroso, hiperactivo, balbuceante y con la palabra clave en la punta de la boca. No le tenía ni le tiene miedo al borde, al filo, a lugar donde la buguesía te suelta la mano y te deja solo en tu búsqueda. Ahora luce como una horrible tortuga y verlo interprentar en vivo una canción como Blindness es una experiencia fascinante. Detrás de él vemos a lo que se suele llamar el resto de la banda, ninguno supera los treinta años, y cuando el guitarrista ejecuta algún solo especialmente largo Mark se acerca a su amplificador y destruye el sonido con las perillas. No es algo bello ni algo feo, es el fuck you necesario que sostiene el mundo.

Cuando tenía diez años quería ser un viejo de sesenta.

Una anécdota penosa y divertida sucedió en un concierto en Nueva York, en el cual Mark se agarró a los golpes en pleno recital con dos miembros de su banda. Un espectador filmó todo el asunto y esas imágenes se transformaron en el momento más insólito del documental sobre el grupo realizado por la BBC. Cabe aclarar que la pelea siguió en el hotel y derivó en el arresto y la encarcelación de Smith. La banda volvió a Inglaterra sin él, que permaneció dos días en una pequeña cárcel de cemento. No dijeron eso en la televisión, ¿no? De hecho, cuando volví me enteré que habían formado un grupo nuevo, The Ark. Eso es Mark sin la M, ¿entendes? Mark no es el jefe más accesible del mundo, está claro. Y no pierde su sentido del humor. Hundida sin dejar rastro terminó, el Arca.

The Fall no es cómodo para oír, es un universo hermético que requiere la paciencia que la televisión supo destrozar. En algún punto se cuela una estructura, alguna forma de ritmo bailable, como una rave sin la frivolidad. Después de todo, ¿qué otra cosa representa la electronica sino el más absoluto nihilismo? No hay melodías, no hay ideas, no hay sentimientos, todo sobra excepto el ritmo, la superficie de placer y la sensación de eternidad que otorga la pérdida momentánea del devenir temporal. Pero The Fall es extremo. No se trata de bailar. Muchas veces es sólo un endeble riff de guitarra prolongándose indefinidamente. En What You Need? uno espera durante 5 minutos la llegada del redoblante y cuando por fin entra la canción termina y una sensación de vacío se apodera de los sentidos. Las tres R: repetition, repetition, repetition. ¿Qué estas esperando? ¿Un estribillo? La estructura de la música occidental tiene esa idea de circularidad como base, algo que cierra, un partón melódico que como un drama griego termina en el estado de reposo inicial. Eso no existe en el mundo de Mark. No hay canciones que cierren, ni la posibilidad de un descanso. Sí, aunque parezca un chiste The Fall es una banda que tiene mucho de teoría, de trabajo intelecutual, es una puta propuesta artística que suena a los Stooges.

Mark no se siente cómodo definiendo lo que hace. Algunas veces tiró algunas ideas, música compleja tocada de un modo totalmente directo o el más gracioso música extrema con letras muy extrañas por encima, pero está claro que para él la música es una búsqueda constante, la forma más perfecta de alcanzar alguna clase de verdad. Quizás por eso The Fall nunca deja de editar discos, de reemplazar uno con otro, superponiéndolos, quitándole protagonismo para reforzar la obra en su conjunto. Nunca llego donde quiero llegar. Sólo he podido rodearlo, darle vueltas. Estoy comenzando a entender un poco más.

Cuando un músico del grupo va asimilando el estilo The Fall, Mark lo expulsa sin contemplaciones y va en búsqueda de algún baterista que jamás haya escuchado palabra del grupo. Ese es su espítiru. Bucear en aguas trubulentas, desconocidas. No hay nada más triste que un artista cómodo con su propio talento.

Peter Hammill… Lo que amo de Pete Hammill es que nunca tuvo un guitarrista en su grupo. Es es lo que amo de Van der Graf: no tenían guitarrista. Y había muchos tipos en Manchester que trabajaban en el correo o en los muelles que pensaban lo mismo. No tenían putos doctorados en fucking música. Van der Graf era fucking brillante. Ellos sólo lo sabían.

¿Cuán lejos se está de la sociedad siendo fan de The Fall? Hacerle entender a una novia las razones por las que es la mejor banda de la historia y aquella ante la cual todas las demás deberán ser juzgadas (en sabias palabras de John Peel) es una tarea imposible. Todo el mundo busca belleza y escuchar The Fall es una extraña forma de purgarse. La fealdad como forma de libertad, como actitud para encarar el mundo, como un pastelazo en la cara de la gente común y la sub raza de fanáticos de Babasónicos.

This Nation´s Saving Grace es, quizás, la mejor manera de entrar a a su discografía. Es un disco fenomenal y tiene algún atosibo de melodía, lo cual resulta excitante. Barmy y su riff deforme se plegan a la voz de Mark que aulla I got everything, I got everything I want except for hungry, I got everything I want except for money, I've got the best round set aside for parties. Claro, ¿no? Está el intento de música bailable de L.A., el punk ruidoso de Bombast, ese corte abrupto en Paint Work, el riff clase B de Mansion… Una joya y un sonido menos abrasivo que parece ser la puerta de entrada perfecta hacia la cabeza alienada de Mark.

De todos modos, es ridículo pensar a The Fall en término de canciones o discos. Se está perdiendo una parte fundamental del asunto. The Fall es mucho más que eso, es una sola idea que puede tener momentos densos, luminosos, brillantes o inaudibles pero que permanece inmutable, como si se tratara de un pequeño objeto mágico que crece desproporcionadamente cuando lo tenemos en la mano. The Fall es la paranoia de los inteligentes, es una maquina punk e incoherente empastada por el sentido de autor de Smith, que pude hacer propio un feliz cumpleaños o la sacra A Day In The Life de los Beatles.

La mayoría de las bandas en Inglaterra tienen esas hordas de personas alrededor, que viven de determinada manera. No importa que grupo sea, ¿entendes? Quiero decir, Joy Division llenó esa necesidad tan bien que la gente usaba el pelo corto, tenía posters de él cuando ya había muerto, como Jimi Hendrix pero con otra ropa--- Una escena romántica…. Sentimental… Mirá: yo no ando con esa gente para nada, yo vivo del otro lado de la ciudad donde está Factory Records. No conozco a nadie que esté en una banda. Es genial. Por ejemplo, fui hace un tiempo a ver a Snakefinger de los Residents. Fui por primera vez a un concierto en Manchester en 6 meses. Era tan triste, sabés, la audiencia… Había un montón de bandas tipo los Buzzcocks o los Passage, todos ahí parados, esperando ser notados… Me tuve que esconder atrás de postes toda la noche!


¿Y él? ¿Qué es lo que quiere? No hay fama, no hay dinero, no hay mujeres. Mi teoría es que Mark quiere ser cada vez más feo, deformarse del todo hasta convertirse en un horrendo reptil jorobado que interpreta sin expresión alguna los temas más demoledores y abrasivos de la historia del rock. Su banda de jóvenes detrás, mirando la suela de sus zapatos, sacude los instrumentos y la voz del fantasma inmutable vuela por sobre ellos desafinando, escupiendo el micrófono, conjugando palabras imposibles. Un condenado genio que se caga en Cobain y su cadáver bello y funcional al sistema, siempre gustoso de encontrar una víctima que aplaque los ánimos de la masa. No, Mark no va a ser un cadáver equisito. Mark va a ser la persona viva más horrenda del mundo, y esa es una decisión política y, por qué no, un acto de amor.

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Tuesday, July 22, 2008

Buñuel x Buñuel


Sobre el azar y el misterio

Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza. Voy de una a otra. No sé.

Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, sería necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

La consecuencia que de ello extraigo; para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad.

¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese.

Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: "Soy ateo, gracias a Dios". Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

Junto al azar, su hermano el misterio. El eteísmo -por lo menos, el mío- conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto. Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La vía láctea decía: "Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios". No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar -toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?-, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de volver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: "¡Qué horror!", y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba "malos pensamientos", en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

Desde entonces, lo acepto todo, me digo: "Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?", y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por la indiferencia.

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con o sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo -y yo también- en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se los agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí a que algunos analistas, desesperados, me han declarado inanalizable, como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: "¡Refúteme a Buñuel!". Y es cuestión de dos minutos.

Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: "¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía era para los filósofos".

A lo cual yo opondría la frase de André Breton: "Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo". Comparto plenamente su opinión... aunque a veces me cuesta entender lo que dice Breton.

Sobre Los olvidados

Durante 4 o 5 meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las "ciudades perdidas", es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película.

De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: "Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?". Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.

La película fue rodada en 21 días. Como en todas mis películas, terminé en el tiempo previsto. Por el guión y dirección cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron mi expulsión. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. En la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

Todo cambió después del Festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz -hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho- distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.

Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Los olvidados o Piedad para ellos. Ridículo.

Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.

Sobre los temas más diversos

Por razones que se me escapan, he encontrado siempre en el acto sexual una cierta similitud con la muerte, una relación secreta pero constante. Incluso he intentado traducir este sentimiento inexplicable a imágenes, en Un perro andaluz, cuando el hombre acaricia los senos desnudos de la mujer y, de pronto, se le pone cara de muerto. ¿Será porque durante mi infancia y mi juventud fui víctima de la opresión sexual más feroz que haya conocido la Historia?

Descubrí a Spencer, a Rousseau e incluso a Marx. La lectura de El origen de las especies, de Darwin, me hizo acabar de perder la fe. Mi virginidad acababa de irse a pique en un pequeño burdel de Zaragoza. Al mismo tiempo, desde que había empezado la Primera Guerra, todo cambiaba, todo se cuarteaba y dividía alrededor nuestro. Durante aquella guerra, España se escindió en dos tendencias irreductibles que, veinte años después, se matarían entre sí. Toda la derecha, todos los elementos conservadores del país, se declaraban germanófilos convencidos. Toda la izquierda, los que se decían liberales y modernos, abogaban por Francia y los aliados. Se acabó la calma provinciana, el ritmo lento y monótono, la jerarquía social indiscutible. Acababa de terminar el siglo XIX. Yo tenía diecisiete años.

El Museo de Historia Natural se levantaba a unas decenas de metros de la Residencia de Estudiantes. Trabajé allí durante un año con gran interés, a las órdenes del eminente Ignacio Bolívar, el más célebre ortopterólogo del mundo por aquella época. Aún hoy puedo reconocer a primera vista muchos insectos y dar su nombre en latín.

Lo único que puedo decir es que el Guernica no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura.

De las películas que más me impresionaron, imposible olvidar El acorazado Potemkin. A la salida, incluso queríamos poner barricadas y tuvo que intervenir la Policía. Durante mucho tiempo sostuve que aquella película era para mí la mejor de toda la historia del cine. Ahora ya no sé.

Una mañana, a eso de las ocho, recibo una carta por correo neumático en la que (el poeta) Louis Aragon me pide que vaya a verlo cuanto antes. Media hora después, llego a su casa de la Rue Campagne-Première. En pocas palabras, me dice que Elsa Triolet le ha dejado para siempre, que los surrealistas han publicado un folleto injurioso contra él y que el Partido Comunista al que estaba afiliado ha decidido expulsarlo. Por una increíble acumulación de circunstancias, toda su vida se desmorona y en un momento ha perdido todo lo que le importa. Sin embargo, en su desgracia, pasea por el estudio como un león, ofreciendo una de las más admirables estampas de valor que yo recuerde.

Para llegar a toda belleza, tres condiciones me parecen siempre necesarias: esperanza, lucha y conquista.

Me gusta el ruido de la lluvia. Lo recuerdo como uno de los ruidos más bellos del mundo. Ahora lo escucho con un aparato, pero no es el mismo ruido. La lluvia hace a las grandes naciones.

No me gustan mucho los ciegos, como a la mayoría de los sordos.

Detesto el pedantismo y la jerga. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los Cahiers Du Cinéma. En México, soy invitado un día a visitar las instalaciones del Centro de Capacitación Cinematográfica, del que había sido nombrado presidente honorario. Me presentan a cuatro o cinco profesores. Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojece de timidez. Le pregunto qué enseña. Me responde: 'La semiología de la imagen clónica'. Lo hubiera asesinado.

El disfraz es una experiencia apasionante que recomiendo vivamente, pues permite ver otra vida. Cuando va uno de obrero, por ejemplo, se le ofrecen automáticamente las cerillas más baratas. Todo el mundo pasa delante de uno. Las chicas no te miran nunca. Este mundo no está hecho para uno.

La primera vez que vio Viridiana, Gustavo Alatriste (N. de la R.: su productor) quedó un poco desconcertado y no hizo ningún comentario. La volvió a ver en París, luego dos veces en Cannes y, finalmente, en México. Al término de esta última proyección, la quinta o sexta, se lanzó hacia mí, lleno de alegría, y me dijo: ¡Ya está, Luis, es formidable, lo he entendido todo!

En París, cerca de mi hotel, vi un día el cartel de una de mis películas con el siguiente slogan: 'El director cinematográfico más cruel del mundo'. Estupidez que me entristeció mucho.

En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar gin inglés. Mi bebida preferida es el Dry Martini. Dado el papel primordial que ha desempeñado el Dry Martini en esta vida que estoy contando, debo consagrarle una o dos páginas (...) Básicamente se compone de gin y unas gotas de vermouth, preferentemente 'Noilly-Prat' (N. de la R.: digamos, 'Martini Seco'). Permítaseme dar mi fórmula personal, fruto de larga experiencia, con la que siempre obtengo un éxito bastante halagüeño. Pongo en la heladera todo lo necesario, copas, ginebra y coctelera, la víspera del día en que espero invitados. Tengo un termómetro que me permite comprobar que el hielo está a unos veinte grados bajo cero. Al día siguiente, cuando llegan los amigos saco todo lo que necesito. Primeramente, sobre el hielo bien duro echo unas gotas de vermouth y media cucharadita de Angostura, lo agito bien y tiro el líquido, conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos ingredientes. Sobre ese hielo vierto el gin puro, agito y sirvo. Esto es todo, y resulta insuperable.

Testimonios de Terceros

Recuerdo que Nicholas Ray le invitó a comer en Madrid, y mi padre me propuso que le acompañara. Durante la comida, Nicholas Ray le dijo: «Buñuel, entre todos los directores que conozco eres el único que hace lo que quiere, ¿cuál es tu secreto?». Mi padre respondió: «Pido menos de 50.000 dólares por película». Ray decidió cambiar la conversación.

Iba poquísimo al cine. Creo que fue mi hermano quien me contó que en el año setenta y tantos, en París, mi padre se juntó con un grupo de jóvenes franceses cineastas: «A ver don Luis, ¿cuál es una película que le gusta?». Y él respondía: «Pues me gustó mucho una película americana de aventuras en la que al final el tren se descarrila, pierde el control y al entrar en una estación lo destruye todo». Es decir, los efectos de Hollywood. Se creían que iba a decir: «Pues me gusta Bergman», o «hay un autor japonés...». Todos se quedaron muy sorprendidos: «¿Y ésa es su película favorita?». Estoy seguro de que entró diez minutos al final, vio eso y se quedó impresionado.

Bueno, yo estuve en la famosa cena de Hollywood y mi padre y Hitchcock estaban sentados juntos y hablaron solamente de vino. Según parece Hitchcock tenía una buena colección de vinos. Estuvieron hora y media hablando de vino. Yo estaba al lado de Billy Wilder y daba la casualidad de que acababa de ver Some like it hot, con Marilyn Monroe. Me gustó mucho la película. Entonces llegó John Ford ayudado por un enfermero porque estaba muy mal. «¿Y cuáles son sus planes?», le preguntaron. «El mes que viene voy a hacer una película de vaqueros», respondió convincentemente. ¡No podía ni entrar en la casa y estaba planeando hacer una película!

Casi siempre filmaba un solo plano de cada escena, cosa que preocupaba a Silberman, el productor. También vi algunos planos para los que realizaba varias tomas, pero muy a menudo, cuando al final de la primera parecía satisfecho, se pasaba al plano siguiente, lo cual era indudablemente un tanto imprudente, pero estaba seguro de sí mismo. Cuando yo hablaba con los técnicos, les preguntaba su opinión sobre los métodos de trabajo del cineasta y éstos me decían: «Lo verdaderamente formidable en él es que su técnica está tan preparada y es tan segura que el montaje dura apenas dos días. Unimos los planos y ya está, no hay nada más que hacer.

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Wednesday, May 28, 2008

La Misteriosa Aparición de Laura

En el prólogo a El Aleph, Jorge Luis Borges enuncia algunas de sus preferencias de estilo. Una de ellas, lo recuerdo, dice: narrar la historia como si no se la entendiera del todo. Es un gran consejo. El escritor no tiene por qué conocer o explicar cada detalle del argumento, su incertidumbre puede ayudar a que el lector sienta que la historia es verosímil o posible, las vaguedades o ambigüedades están prohibidas en la ciencia pero en el arte colaboran para que lo fantástico se infiltre en la realidad haciendo que éste pierda sus estructuras, saboteándola.

Laura ha sido asesinada. El detective Mark McPherson investiga el homicidio. Como todo buen personaje de cine noir (aunque es cierto que el filme excede el género), es un hombre solitario y dotado de un muy americano sentido de la ética. Mientras se inmiscuye con cierto cinismo en la vida de los sospechosos el detective comienza a fascinarse con la chica, cadáver exquisito encarnado en un cuadro que corona su departamento, al que McPherson vuelve una y otra vez con la excusa de encontrar pruebas. Todo lo que sabe acerca de Laura le ha llegado por testimonios de terceros, relatos fragmentarios del pasado que le sirven para crear una imagen de la mujer que esa pintura absorbe en toda su belleza. Hacia la mitad de la película, Waldo Lynecker (uno de los sospechosos) lo increpa y le advierte sobre el poder de fascinación de la protagonista al mismo tiempo que cuestiona su proceso de investigación, plagado de extraños detalles como el intento de compra del cuadro por parte del propio detective

Vaya usted con cuidado o acabará en un sanatorio mental. Con seguridad seria el primer paciente enamorado de un cadáver.

Aquello que sospechábamos se hace patente en esa discusión, un reproche teñido de necrofilia que lleva la obsesión más allá de la muerte. McPherson expulsa a Waldo (un periodista cínico y solitario interpretado de manera genial por Clifton Webb) y pasa la noche en el departamento de la muerta, tratando de descifrar el misterio de su asesinato y, por qué no, para estar a solas con ella. Pensando en el asunto, fatigado, se duerme en un sillón, bajo la imagen de la mujer. Es allí cuando el director Otto Preminger decide hacer un travelling arrebatador hacia el rostro de McPherson para luego volver a alejarse, como si por un momento nos hubiéramos metido en su sueño. En ese momento el detective abre los ojos y desde la puerta llega, vestida de blanco, Laura.

Todo lo que sucede de aquí en más tiene múltiples interpretaciones. En el filme se nos muestra una muy barroca resolución del misterio y una explicación perfectamente lógica a esa súbita aparición. Pero la otra explicación, mucho más interesante y ambigua, es que todo lo que sucede de allí en más es ese sueño de McPherson, y la resurrección de Laura no es más que el deseo afiebrado de un enamorado imposible. En ese juego en el que la diferencia entre lo real y lo fantástico se difumina es donde radica la belleza de la película. Preminger no nos da una certeza clara sobre lo que sucede y aquí es cuando debo volver a aquella frase de Borges: la genialidad del director es no sólo consentir sino buscar esa incertidumbre, permitir que el filme se termine de crear en la mente del espectador.

La presencia del cuadro de Laura es fundamental, tanto como objeto representativo de quién ya no está como la razón o la justificación misma de su muerte. Este detalle me trajo a la cabeza aquél cuento de Edgar Allan Poe, El Cuadro Oval. En ese relato un pintor genial dedica meses a inmortalizar en una pintura a su amada esposa (“ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, (…) amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado”) pero su obsesion se hace tan grande que cuando ha terminado el trabajo ella ha desaparecido.

Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!

En el momento exacto en el que McPherson hace surgir a Laura desde las profundidades de su mente sus actitudes cambian por completo: ya no necesita del alcohol para ordenar sus ideas, apenas vuelve a hacer uso de su juguete infantil para calmar su ansiedad, y lo más importante, todo lo que sucede está contado bajo su punto de vista, sus impulsos o sus deseos, sobre lo que quiere oír o lo que desea hacer. Es el héroe de su propia alucinación.

La primera frase de la película es significativa: Nunca olvidaré el fin de semana en que Laura murió… Lo interesante del caso es que sale de la boca de Waldo Lynecker, que muere al final de la película. Por lo tanto, ¿cómo puede haber dicho eso? Scorsese utiliza un recurso similar en Casino, aunque con otros fines. El punto es que este detalle aparentemente ilógico puede ser tanto una pista acerca de la vedadera trama de la película (si Lydecker habla es porque no murió) como un engaño perverso por parte de los guionistas o, mucho mejor, un error garrafal. El hecho de que todas estas posibilidades sean verosímiles habla muy bien del filme. Recuerdo aquél viejo chiste acerca de Citizen Kane: ¿quién escuchó “Rosebaud” si no había nadie en la habitación? Bueno, a Kane lo escuchó el cine.

Dentro de la amplia cantidad de escenas memorables que conforman la película, quiero destacar una en particular en la que McPherson lleva a Laura a la comisaría para someterla a un extraño interrogatorio. El detective ilumina con agresividad el rostro de la chica apuntando dos lámparas de intensa luz en su cara, encegecuiéndola. Hay algo en juego en esa escena, algo que está más allá de lo que están diciendo, una connotación sexual que se hace evidente. Creo que McPherson somete a Laura en el más amplio sentido de la palabra, ella ha tenido varios amantes y él intenta purificarla con esa luz blanca que le otorga a su rostro una furibunda palidez. No recuerdo los diálogos exactos, pero lo que parece decirle es: ahora vas a estar conmigo y necesito que borres tu pasado. El detective pareciera querer asegurarse que puede confiar en ella.

Laura es un objeto de deseo en el más completo sentido de la palabra y constituye la verdadera motivación de cada uno de los personajes masculinos del filme, atraídos sin remedio por el magnetismo sexual de la chica (a cargo de la preciosa Gene Tierney). Laura es un fetiche, una obsesión, un transtorno de ansiedad, el deseo en su expresión más pura. Si analizamos el personaje interpretado por Cliffton Webb (homosexual confeso), nos encontramos con un hombre 30 años mayor que ella, posesivo, celoso y dotado de una marcada misoginia. El sexo no es importante para él, detalle que ella, claro, no comparte, y que termina separándolos. No es casual que Waldo Lynecker sea quién intente asesinarla: su idea de Laura es más importante que Laura en sí, y una vez que ella ha decidido abandonarlo él descarga sus frustraciones en un balazo que, por azar, termina destruyendo un reloj de pie que es otro de los objetos-símbolo que aparecen a lo largo del filme. Está acabado.

Los temas que aborda el filme pueden ser resumidos en sexo y deseo, pero acotar así su espectro significativo sería injusto. Es interesante recordar, de todos modos, que Laura fue realizada en el año 1942: la caza de brujas hollywoodense estaba en su auge y estaba prohibido, por ejemplo, pronunciar la palabra virgen en un filme de estudios. La inteligencia del productor-director Otto Preminger radica en que pudo abordar cuestiones complejas como las represiones sexuales y la obsesión femenina sin que esto se hiciera evidente a lo largo de todo el metraje, y en el marco de un filme que terminó siendo un éxito de taquila.

El éxito de Laura lo llevó a dirigir muchos otros filmes que constituyen el corazón de su extensa obra: Fallen Angel (1945), Whirlpool (1949), Where The SIdewalks Ends (1950) y Angel Face (1952). En estos trabajos encontramos elementos similares: narrativas ambiguas, extensas tomas en blanco y negro, obsesions masculinas y un uso constante de interiores, detalle que le permitía estar en total control de cada espacto del filme (Preminger era conocido por ser un verdadero tirano y muchos actores lo odiaban).

La aparición de Laura constituye uno de los grandes momentos de la historia del cine. Allí es cuando la realidad se transforma en sueño o cuando el sueño comienza a parecerse la realidad, momento clave en que la división entre ambas cosas se revela como una ilusión. No podría decir si Laura es un sueño o no, pero tampoco puedo estar seguro de que yo no sea el sueño de algún extraño o, por qué no, el mundo no sea más que un sueño mío en el que vos, lector, también me estas soñando.

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Monday, May 26, 2008

El Silencio de Antonioni

“Nuestro drama es la creciente incomunicación y la incapacidad de concebir sentimientos auténticos; ese drama domina a todos mis personajes”

Michelangelo Antonioni es un artista revalorado en estos días: fue uno de los primeros cineastas posmodernos, uno de los primeros en tratar el problema de la incomunicación como conflicto existencial. El gusto del vacío se siente en sus mejores trabajos, una aproximación al problema de la ineficacia del lenguaje para expresar emociones complejas. Este problema es ambiguo: vivimos en una época en la que se lanzan imágenes, palabras y slogans de manera frenética.

Antonioni es junto a Federico Fellini parte de la generación de cineastas italianos que vino a suceder a Roberto Rossellini, Victorio de Sica y otros artistas de la post guerra, momento histórico que encontró a Italia colgando a Mussollini de la plaza, redimiendo su violencia son más violencia. Miles de compatriotas huyeron de la pobreza hacia rumbos inciertos, entre ellos nuestro propio país, y un período de reflexión lógico desembocó en obras maestras como Roma, Città Aperta (1945), Sciuscià (1947) o Ladri di Biciclette (1948). El llamado neorrealismo italiano trascendió las fronteras de su país y se hizo famoso en todo el planeta. Antonioni fue compañero de estudios de Fellini y los dos tomaron caminos artísticos diferentes para entender la sociedad de su época. Si Fellini optó por el ruido de la Italia populista y festiva y combinó esto con el psicoanálisis y el surrealismo, Antonioni eligió el silencio y la distancia. El rostro gélido de Monica Vitti parece perfecto para sus filmes porque impone una distancia e invita a la contemplación, y en esa incertidumbre está inscripto todo el conflicto del cine del autor: la incapacidad para comunicar mediante palabras. Citando a Ruben Osuna: las palabras, los diálogos, tienen un papel radicalmente distinto en sus películas. Rompen el silencio, pero igualándose a él, pues no se corresponden con las imágenes. Ni las contradicen, ni las complementan. Se ha dicho que Antonioni era el cineasta de la incomunicación, pues mostraba el autismo emocional de la generación de postguerra. Creo no obstante que el suyo es un poderoso cine mudo, de imágenes prácticamente improvisadas en el momento de rodar. Cuando uno lee el guión de una de sus películas, se sorprende de lo escaso y difuso de los puntos de referencia que el texto aporta para el rodaje.

Sus filmes comienzan con argumentos atractivos, que de inmediato atrapan nuestra atención. En L'Avventura (1960) una chica desaparece misteriosamente en una isla paradisíaca, en Professione: reporter (1975) un hombre asume la identidad de un extraño, en Blow Up (1966) un fotógrafo descubre un homicidio en una de sus tomas. Antonioni hace avanzar sus películas y en lugar de aumentar la tensión dramática convencional las va deshaciendo, diluye la trama hasta el punto en que esta ya no es importante, se libera de las capas de acción tradicional para que al final sólo estén sus personajes en silencio, abandonados a sus propios conflictos, escindidos por traumas que ni ellos ni el propio director pueden expresar. No hay resolución de conflictos o happy endings, al contrario, los problemas quedan suspendidos y vuelven con violencia al espectador, como si formara él también parte de la trama. La clase de películas que uno disfruta más: las que se terminan de ordenar en la cabeza del que las mira, las que apelan a la mirada del público.

Su cine generó resistencias, quizás porque el entretenimiento convencional está supeditado a una visión del mundo que no siempre incluye violines o grandes persecuciones. Me viene a la cabeza una frase del cineasta japonés Yazujiro Ozu: el cine es drama, no accidente. Orson Welles confesó en una entrevista a Peter Bogdanovich: Prefiero no extenderme en algunas cosas. Es una de las razones por las que me aburre tanto Antonioni. Esa creencia de que, porque una toma es buena, va a mejorar si seguís mirándola. Te muestra un plano general de alguien caminando por un camino. Y pensás: “bueno, no la va a hacer caminar todo el tramo”. Pero lo hace. Y después se va y vos seguís mirando el camino luego de que ya se fue”. En el festival de Cannes de 1960 tanto Antonioni como Mónica Vitti creyeron que sus carreras habían acabado. La proyección de L´avventura era recibida con abucheos, silbidos y gente huyendo de la sala. Pero esa misma noche, Roberto Rossellini y un grupo de cineastas y críticos prepararon un escrito que dieron a conocer la mañana siguiente: Al tanto de la excepcional importancia del filme de Michelangelo Antonioni L´avventura, y horrorizados ante las muestras de hostilidad que ha generado, los abajo firmantes, críticos y miembros de la profesión, están ansiosos por expresar su admiración por el realizador de esta película”. Como dice Rick Lyman en The New York Times, una de las leyendas de la carrera de los grandes cineastas –cómo ser abucheado en Cannes puede volverse una medalla de honor- había nacido. Con el tiempo cineastas como Akira Kurosawa, Stanley Kubrick, Pedro Almodovar, Michael Haneke, Lars Von Trier, Edward Yang, Wim Wenders y Wong Kar-Wai expresaron su admiración por Antonioni, cerrando un círculo que comenzó a abrirse aquella histórica noche francesa.

Si bien Antonioni ya había filmado algunas películas fue con L´avventura que encontró el modo de expresión con el que se sentiría más cómodo a lo largo de su carrera. Este filme es el primer paso en su llamada “trilogía de la incomunicación”, aunque es difícil saber hasta qué punto no es éste un rótulo impuesto por la crítica. Allí el cineasta dio a luz a personajes burgueses, sin necesidades materiales (en contraste con el mundo proletario del neorrealismo) que deambulan por espacios fantasmales sin un objetivo claro, sin comprometerse con nadie, como si la soledad fuera más fuerte que ellos. Los encuadres toman distancia de la acción y no hay subrayados a través de la música o el montaje; lo que sucede es menos importante que aquello que hay dentro de los personajes, el verdadero conflicto que el autor hace sentir asumiendo esa aparente apatía. En la escena final de L´avventura vemos un plano detalle de la mano de Monica Vitti que intenta acariciar la cabeza de Gabriel Ferzetti. La mano duda y vuelve a su posición mientras el hombre llora. Luego la mano vuelve a moverse y, cómo si se tratara de una decisión crucial, finalmente vence su estatismo y acaricia lentamente la cabellera del hombre desolado. Del rostro de la actriz caen también unas lágrimas y Antonioni corta a un enorme plano general en el que vemos unas montañas a lo lejos y a los dos personajes diminutos en el centro del encuadre, contemplando en silencio lo inescrutable del mundo. Los personajes pudieron haberse dicho mucho pero todo quedo reducido a una leve caricia, y quizás la explicación a la ausencia de palabras esté dada por ese enorme plano que en mi memoria crece cada vez más. El cine de Antonioni está sintetizado en esa situación hermosa y poética. Martin Scorsese, otro gran admirador de Antonioni y del cine italiano en general quedó impresionado por la película, que le obligó a ver el cine otra manera, abriéndole un nuevo mundo.

Su siguiente trabajo es La Notte (1961). Antonioni contó con el siempre genial Marcello Mastroiani y con Jean Moreau, la trágica enamorada de Jules y Jim. Si los personajes de L´avventura se movían como fantasmas blancos sobre una isla blanca, lo mismo cabe decir de los lentos recorridos de los actores por las calles de Milán. El entorno arquitectónico de la ciudad desempeña en este filme un papel de extrema complejidad, ya que remite al espectador a la noción de que detrás de la superficialidad de la forma sólo existe el abismo del vacío. Los planos de los recorridos de los personajes tomados de espaldas remiten al cine de Gus Van Sant y es una influencia clara del último Rossellini, el maestro de Antonioni. El filme transcurre en un día y su noche pero la sucesión temporal se pierde o deja de importar. Un punto interesante a remarcar es aquello expuesto por Guillermo Arias: La “trilogía de la incomunicación” está dedicada sin discusión a la MUJER. Ellas son las observadoras de la realidad que interesa a Antonioni, son los ojos y la voz del propio director, y reflejan sus inquietudes y sus inclinaciones contemplando el entorno, que la mayoría de las veces les es hostil. Fábricas, rascacielos, maquinas, la idea de deshumanización y de avance de la civilización que tanto atraía a Antonioni y que tanto rechazaba y le asustaba. Así, Marcello puede caminar distraído por las calles laberínticas repletas de rascacielos e incluso comunicarse con ellos y los que allí habitan, ignorante como quien camina por un decorado. Y Jeanne, en el personaje de su mujer, no puede dejar de sentirse minimizada y casi pisoteada.

El siguiente trabajo, L'Eclisse (1962), se revela más que nunca el fragmentario registro de las historias sin historia de la posmodernidad. En la última secuencia se escucha a Prokófiev. No hay diálogos. Vemos un montaje de 58 planos, la mayoría de ellos cerca de aquella calle en la que los amantes solían encontrarse. Los árboles mecidos por el viento. Riegos de agua en el asfalto. El rostro fragmentado de personajes a la deriva. Al final, en una oscura y vacía, un acercamiento al reflejo blanco de una luz callejera sobre el asfalto. Y el fin. Otra aventura se disuelven en la nada. Previamente, hay una toma que me resulta inolvidable, y es aquella en la que Monica Vitti simplemente se queda mirando unos postes eléctricos mientras escuchamos un extraño sonido ambiente de cables golpeando el asfalto. Hay una fascinación pero también una sumisión en esa imagen, como si fuera incomprensible o el rostro oculto de alguna divinidad hostil.

Borges alguna vez dijo que no sabía si el mundo pertenecía al género realista al género fantástico. A Antonioni nunca le importó el realismo, sus películas son subjetivas en cuanto están contadas desde el punto de vista de un autor que tiene mucho para decir sobre lo que está observando. Y si bien en la trilogía esto estuvo claro, el desapego por lo real como objetividad se acentuó aún más con Il deserto rosso (1964). Otra vez Mónica Vitti no sabe lo que quiere y la hostilidad de las instituciones y sus avances tecnológicos e industriales le resultan, más que terroríficos, extraños. Alguna vez he pensado, apagando la luz de mi habitación, que no tengo la menor idea de cómo eso que doy por sentado funciona, apretar un botón e iluminar el espacio, como un pase mágico cuya explicación no exenta de misticismo es la tecnología. El desfasaje entre la ciencia y la humanidad es total y si el mundo acabara dudo incluso que fuera capaz de generar fuego. Está claro que la memoria de la humanidad y la cultura hace que los avances sean posibles, y también pienso que lo que ha hecho un hombre lo han hecho todos los hombres, pero las largas contemplaciones de los personajes de Antonioni nos hacen preguntar si sentimos como propios o confortables todos esos edificios, todas esas máquinas, todo ese ruido blanco de ciudad.

Como todo artista con un poco de dignidad, Antonioni se hartó de su propio cliché de la incomunicación y exploró nuevos rumbos. Se instaló en Inglaterra donde filmó Blow Up (1966), con un argumento vagamente inspirado en Las Babas del Diablo de Julio Cortázar. El filme fue un éxito de crítica y taquilla y el director obtuvo la Palma de Oro de Cannes. Aún así creo que ese final con los mimos demostrando que la realidad es subjetiva es un tanto simplista y expone al gran público temas complejos mejor tratados en trabajos anteriores. Quizás este filme sea el preludio a su gran fracaso comercial, Zabriskie Point (1970), película que nunca quise ver, quizás evitando una decepción mayor. Antonioni realizó este filme en Hollywood y en lugar de ajustarse a las convenciones de la industria realizó un filme personal donde explora la protesta social de los setenta. El filme fue masacrado por la crítica. La MGM obtuvo uno de los grandes desastres de la época y la carrera de Antonioni nunca pudo recuperarse de aquél mazazo.

Su siguiente paso fue una sorpresa, ya que de algún modo parecía en aquel entonces que todo lo que Antonioni tenía para decir había acabado. Professione: reporter (1975) es uno de sus mejores películas y la más adecuada para entrar al mundo del director. Con Jack Nicholson en el papel principal el filme se disfraza de policial para luego diluir identidades y emprender un viaje que tiene mucho de metafísico. El famoso plano final de 10 minutos de duración ha pasado a la historia. Justo cuando la acción se resuelve Antonioni prefiere quedarse en la ventana de un edificio y narrar todo desde esa posición. Nunca sabemos qué es lo que pasa, sólo obtenemos una prolongada visión de aquella ventana con una cámara que se mueve hacia atrás y adelante como si se tratara de un fantasma. Finalmente, cerrando el círculo abierto antes, vemos el cadáver del protagonista sobre la cama. Es uno de los finales más potentes de la historia del cine y aún hoy me asombra su eficacia expresiva. Como afirma Rick Lyman: mientras que Blow Up investiga la posible, aunque redundante, existencia de un objeto, la búsqueda de The Passenger resulta inocua y sobre el final no encuentra nada. El gran Nicholson apreciaba esta película especialmente, y compró los derechos de explotación de la misma. Negoció recientemente con Sony su restauración para la posterior edición en DVD.

En mi opinión este filme es el último trabajo trascendente del director. Il Mistero di Oberwald (1980) fue un trabajo hecho en video para la televisión donde Antonioni explora paletas de colores y trabaja sobre la imagen, una obra menos en su filmografía. La historia de su siguiente película es curiosa. Un crítico del New York Times, Vincent Canby, tuvo la posibilidad de ver Identificazione di una donna (1982) en un pre estreno para periodistas y su reseña fue tan destructiva que el distribuidor decidió anular las ventas en Estados Unidos, lo que no sólo anuló la posibilidad de recuperar el dinero invertido sino que además sumió la carrera de Antonioni en un bloqueo productivo y una angustiante falta de financiamiento.

No es novedoso afirmar que el destino está lleno de paradojas, bromas crueles y un vago sentido de la poesía. De aquél Poema de los Dones de Borges, nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnifica ironía / me dio a la vez los libros y la noche, hasta el destino de Roma, el mundo otorga siempre una imagen final que excede nuestra compresión. Antonioni, el cineasta de la incomunicación y de la soledad, tuvo en 1985 un ataque que lo dejó sin habla. Me viene a la cabeza la anécdota de su primera mujer, Letizia Balboni, en la que describe la distancia con la que Antonioni se comunicaba con el mundo, cuando su salud aún era óptima: Vivíamos en el silencio. Llegamos al punto en el que sólo nos comunicábamos entre nosotros a través de los personajes de sus películas. Sólo tiene una forma de comunicarse: su trabajo. Hace que sus personajes vivan crisis emocionales en sus películas para exteriorizar las crisis de su propia vida. La vida está llena de paradojas y el silencio que tanto fascinaba a Antonioni finalmente vino a buscarlo.

En 1995 el cineasta alemán Wim Wenders, fanático del cine del italiano, colaboró con él en Al di là delle nuvole, un filme en el que Antonioni le daba órdenes a su mujer para que ésta las comunicara al resto del equipo. El viejo autor vuelve a sus viejas obsesiones: el útlimo plano construye un panorama de habitaciones, personajes e intrigas bullendo a la vez, formando un triste pero sólido poema de desconexiones. El tema central del filme es la atracción masculina hacia ese objeto de deseo que es la mujer, una fascinación que puede ser tanto obsesiva como enfermiza o asfixiante. El filme es difícil pero hermoso, aunque las críticas fueron dispares, claro. Habría que volver a aquella frase que Antonioni despachó cargado de ironía: hago películas aburridas para hablar mejor del aburrimiento.

Luego de su participación como director de un cortometraje, The Dangerous Thread of Things, en un filme múltiple en el que también colaboraron Steven Sodenbergh y Wong Kar Wai, Eros (2003), la academia de Hollywood le otorgó un muy sorpresivo aunque justo Oscar honorífico. Todo el mundo estaba en shock: el cine del italiano siempre estuvo alejado de las convenciones de la industria, y algún viejo productor de Zabriskie Point lo habrá insultado todo el trayecto desde su silla hasta el estrado. Antonioni estaba viejo y muy desmejorado, sí, pero tuvo la fuerza para ir a agradecer su premio. Como dice Seymour Chatman, autor de un libro sobre el cine del nativo de Ferrara: lo impresionante de las películas de Antonioni no es que sean buenas, sino que pudieran hacerse siquiera. Cineastas difíciles como Bruno Dumont o Tsai Ming Liang le deben de algún modo a Antonioni, siquiera el espacio conseguido para hacer un cine distinto, no basado en el entretenimiento simplista y espectacular de estos tiempos.

El 31 de julio del 2007 murió Ingmar Bergman. Algunas horas después, falleció también Michelangelo Antonioni. Un día negro. Dos de los grandes cineastas del siglo XX abandonaron el mundo. La BBC de Londres dijo: el último vínculo que quedaba con los grandes días del cine artístico europeo ha terminado. Antonioni nos dejó pero sus películas silenciosas, valga la paradoja, seguirán hablando por él.

Dejé para el final una hermosa frase de Carolina Hunter que me parece perfecta para describir la sensación que me invade cuando veo las películas del italiano: La trama, los diálogos, las características de los personajes son las cosas que uno puede explicar de un filme. Pero de una película de Antonioni uno recuerda lo que no puede explicar. Es prácticamente como enamorarse. O es igual.

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Monday, October 08, 2007

Beat Happening – You Turn Me On


La prosa de Calvin Johnson

A Richard

Si no me equivoco, esta será la primera vez que me incluya como protagonista de mi columna, la cual sabrán, su claro objetivo siempre fue el de hablar sobre música con la mayor de las distancias, sin la intromisión de opiniones y fanatismos. Así la hice durante veintiún años y supongo que no me ha ido mal; la gente, al menos, ha sido muy amable. Me refiero a la poca gente que sabe mi nombre, claro; muchas veces son universitarios que se acercan con miedo y una pregunta tonta, como cuál disco es el ideal para escuchar en un atardecer en el campo, o qué tipo de drogas consumieron los integrantes de Merzbow. Siempre respondo con una sonrisa y la seguridad fingida de un genio: The Sunset tree de Mountain Goats; los de Merzbow tuvieron una sobredosis de Metal Machine Music. En fin, les digo lo que quieren oír. De vez en cuando uno me sorprende y me pide que hable sobre una banda a la que aún no le dediqué el espacio semanal, generalmente nada interesante (rememoro las últimas: Ben Kweller, The Pippets, Ratatat, Dismemberment plan). Pero hará un mes atrás un joven con lentes y pelo graso me alcanzó cuando estaba por subirme a un taxi, y sin necesidad de preámbulos, me lanzó la siguiente pregunta: “¿Por qué es que nunca habló sobre Beat Happening? Digo, si ya mencionó a Galaxie 500, Pixies e incluso a D+, y admitamos que ninguna supera realmente a Beat Happening, entonces ¿por qué insiste en olvidarlos?” Yo lo miré y sonreí, sabía que tarde o temprano alguien me lo preguntaría.

La historia de Beat Happening, al menos la que podemos encontrar en cualquier revista, no difiere mucho de la del resto de las bandas de finales de los ochenta en Estados Unidos: jóvenes cansados del tecnicismo electrónico y sumergidos en una sociedad que los excluye siguen la filosofía del Do it yourself. Hacen todo lo que pueden con lo poco que tienen. Buscan un sonido más punk, más desafinado y más honesto que el resto. Graban un par de discos que no logran mucho éxito comercial pero que la gente sigue escuchando para siempre. Acaso Nirvana sea la única excepción a esta regla. Como dije, ésa es la historia oficial, la que todos suponen. Yo tengo otra, que inevitablemente me lleva a romper con esa frialdad en la escritura que tanto he defendido ante indignados colegas, y que ahora paso a relatar.

No podría definir ni cómo ni por qué, pero de alguna forma, Unknown Pleasures me cambió la vida. Lo escuché por primera vez a los catorce años, cuando entré a la disquería de mi barrio para comprar el último de Spinetta, a quien en ese entonces adoraba como a una deidad. Solía sentarme durante horas a escuchar sus discos con mi padre, mientras él me contaba todo tipo de historias sobre El Flaco. Recuerdo que sonaba Insight. Yo estaba parado frente a uno de los estantes con el rostro perplejo. No entendía nada. Entonces sentí que alguien ponía una mano en mi hombro. Me di vuelta y ahí vi a Pablo, el vendedor, que me miró con cara paternal y me dijo mientras asentía con los ojos cerrados: “Joy Division”.

Desde entonces mi vida tomó ese rumbo, inevitablemente mi padre tuvo que comprender que su hijo se alejaba de su mano. Con los pocos ahorros que tenía compré una guitarra eléctrica y me senté a tocar todo el disco. Estaba fanatizado con el nuevo mundo que acababa de descubrir; podía entonces vislumbrar que Spinetta y Los Beatles eran apenas la punta de un inmenso iceberg. El problema es que a excepción de Pablo, yo era el único de mi barrio que pensaba en ello. Cuando cumplí quince años organicé una gran fiesta y senté a todos los invitados en ronda, les puse The Clash, Buzzcocks, Television y por supuesto, Joy Division, y les fui contando de qué se trataba esa música, de cómo la respuesta estaba en alcanzar la simpleza y no la complejidad, que más importaba la emoción que el virtuosismo, etc. Fue una enorme desilusión cuando al año siguiente nadie quiso asistir a mi fiesta de los dieciséis. Pero no me desalenté y tampoco renuncié a lo que más quería: tener mi propia banda.

Algunas fotografías en la chimenea de mi abuela me recuerdan la inocencia y el impudor de la adolescencia. En una llevo una camisa celeste y el pelo corto, bailando como un frenético Ian Curtis en el acto de fin de año del colegio; en otra tengo el pelo rubio como Bowie en Hunky Dory, era el casamiento de mi prima y yo le había prometido una sesión Glam. Hay otras más de ese estilo, siempre estoy yo con una nueva banda, enajenado, mientras el resto me mira con el ceño fruncido y una sonrisa socarrona. Con los años esa sonrisa se fue haciendo más y más perversa, hasta que llegó un punto en que incluso las mujeres dudaban de mi sexualidad. No voy a mentir: fue muy difícil. Sentía que no pertenecía a ese barrio, a esa familia, mi destino no podía ser ese, alguien se había equivocado. Cuando supe del suicidio de Curtis, sentí que algo debía hacer, no quería terminar de esa forma.

Al mismo tiempo que yo iba perdiendo credibilidad en la gente y que luchaba por hacer entender a todos los bateristas cuál era la forma más apropiada de tocar una canción, la música del norte iba en decadencia. La humanidad estaba fascinada con la música dance, no importaba si ésta fuera buena o mala, y por supuesto la mayoría era mala. Mis compañeras de clase en la universidad me preguntaban si había visto Footloose como buscando el reconocimiento de alguien que sabe. Lo odiaba, sobre todo porque sentía que no había nada que yo pudiera hacer al respecto. Para colmo estaba en la facultad estudiando medicina, cosa que no me agradaba en lo absoluto. Podía haber estudiado música, pero eso hubiese sido aún peor. Al menos así le daba una satisfacción a mi madre.

En el año ’85 hubieron buenos intentos de los Smith, de The Cure o de los Happy Mondays, pero mientras los escuchaba tirado en mi habitación, con los auriculares a todo volumen, pensaba que aquello era más de lo mismo, la repetición de un modelo y no una nueva forma de tocar. Íntimamente yo sabía cuál era esa forma. Me había obsesionado. Compuse algunas canciones y se las mostré a mis compañeros, pero éstos me dijeron que aquello era sólo ruido, que Virus era el futuro. Fui hasta la vieja disquería y allí todavía estaba Pablo, con la misma ropa desaliñada de siempre. “Es muy buen material –me dijo- pero no creo que puedas llegar a ningún lado con él. Admitámoslo, hacés canciones en inglés que apenas puede tolerar el oído común. Incluso viviendo en Estados Unidos te sería difícil tener éxito”. Pablo me hablaba con sinceridad. Tal vez sería mejor renunciar a ese sueño infantil, tal vez el mundo no necesitaba nueva música. En el camino hacia casa, mientras en mi cabeza se debatía mi futuro, compré una revista de rock. Llegué a casa, me recosté en la cama y empecé a leerla. Allí encontré un artículo que me pareció muy interesante y que guardo en mi billetera hasta hoy: “Beat Happening. La banda liderada por el periodista de rock Calvin Jonson, quien además es jefe creativo del sello K Records, lanza su segundo disco, el cual no aporta mucho a la escena musical pero es un buen intento por distanciarse del sonido acostumbrado en el mainstream”.

Al día siguiente me reencontré con Pablo:

-Sí, tengo algo de los Beat Happening. Son buenos, pero no tanto.
-Es como la Velvet, no? Como la Velvet después de Wire.
-Sí, pero no tanto...
-Es verdad, no es para tanto...

No tenía cortinas, las había vendido por un poster de Public Image que encargué a mi tío cuando fue a Londres. Tuve que poner ese poster sobre la ventana, así que todos los días amanecía con la poca luz que se reflejaba sobre el cuerpo de John Lyndon. Me encantaba mi cuarto, echarme con los auriculares a escuchar música y tocarla con mi guitarra. Esa noche puse Dreamy de los Beat Happenings. Es verdad, no era para tanto... acaso si las composiciones se despegaran un poco de Lou Reed, acaso si la búsqueda se inclinase hacia lo oscuro, hacia el ritmo tribal... Sus intenciones no eran malas, sólo lo era su ejecución. Entonces me saqué los auriculares y pensé en ese desconocido, pensé en Calvin Jonson, pensé en su suerte y en su condena: estaba en el lugar indicado pero le faltaba eso, eso que yo sabía que tenía, y no me hacía falta alguien que me lo dijera. Pensé en él y luego, casi por dormirme, pensé en ser él. Cuando cerré los ojos ya estaba en la sala de ensayo, aunque no sería correcto llamar así a ese garage desordenado y húmedo de Ohio. En mi mano tenía el micrófono. A la derecha, un joven calvo tenía una guitarra; la estaba afinando con dificultad. Pum pum pam, pum pum pum pam. Está bien, pero podría sonar mejor, pensé. Me di vuelta, lo vi al baterista y le dije “Qué tal si probás puuumm pam pum puuum pam” Y lo hizo tan rápido como dejé de hablar. El de la guitarra siguió el ritmo y yo, con una voz que no era la mía, traté de entonar una melodía, que fluyó de mi boca con una facilidad pasmosa. What’s forbidden is a treasure hidden, I’ve got a clue on the trail of finding all about you. Y terminamos. Los otros dos me preguntaron cómo se llamaba esa canción. Recordé a Borges y pensé en un tigre, en un tigre atrapado. “Tiger Trap”, respondí.

Fueron en total nueve noches en que la vigilia se confundió con los sueños. Con los años llegué a dudar de todo aquello y me pregunté si verdaderamente estaba loco. Podía contárselo a Pablo, pero preferí callarlo. Sólo dos hechos me libran de dudas: Beat Happening no volvió a editar otro disco luego de You turn me on; Calvin Jonson no volvió al periodismo. Ahora pienso en mi condena: yo tampoco volví a tocar la guitarra. Ahora soy yo el que escribe artículos y sólo puedo disculparme ante mis lectores por un solo hecho: la prosa de Calvin Jonson.

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Monday, August 27, 2007

The Sunset Tree - The Mountain Goats



Este disco fue descubierto, claro, por el blog Lunes Felices, www.lunesfelices.blogspot.com. Y señalo esto como forma de homenaje a esa pareja de hermanos anónimos que en muchos aspectos han actuado como primos mayores con onda que lanzan sentencias de este tipo: “si, Oasis está bueno, pero ¿escuchaste Adorable?”. No conozco ni conoceré a los escritores de esa página que, por cierto, también llevaron adelante la legendaria revista virtual Pink Moon, pero debo decir que gracias a ellos descubrí bandas como Neu!, Kevin Ayers, Gorky´s, The Modern Lovers, etc.

Mi hermano se bajó el disco en la casa de su novia y lo trajo a casa. Luego fue cuestión de escucharlo una y otra vez durante dos meses. Recuerdo el fanatismo de Gastón por el genial Dinnu Lappati´s bones; cada vez que entraba a su departamento repetía la misma escena: ponía la canción a todo volumen y realizaba una perfomance imitando lo que suponía era la imagen del cantante, John Darniell, interpretándola. Claro que ésta es la clase de banda de la que uno se vuelve fanático sin haber visto nunca la cara del líder.

Esta cuestión del anonimato es muy interesante. Si lo analizo brevemente, no conozco a los escritores que me recomendaron al grupo (ni siquiera se sus nombres) y tampoco podría reconocer al cantante de la banda si pasa caminando junto a mí por calle 7. El otro día un pésimo artista callejero lanzó al aire dos frases que sin embargo no puedo olvidar: el rock ha muerto, viva la música electrónica. Claro, estaba hablando del fin del divismo o de los super rock stars en contraste con la invisibilidad de los músicos dance. Más allá de todo lo que tengo que decir en contra de la música electrónica, es muy estimulante que yo sólo compre la música del artista y no la historia de su vida que, claro, es una vida como la de todos. Desde que Internet llegó a nuestros hogares muchas de las bandas de las que soy fanático están compuestas por anónimos, por personas de las ni siquiera sé el nombre. Considero a esta eventualidad como algo positivo, como una forma de evitar conceptos tan vacíos como la imagen o el vestuario para juzgar al artista en cuestión. Sólo arte, por fin.

En realidad, a pesar del nombre en plural, éste es el proyecto solista del propio Darniell, que edita y edita discos uno atrás del otro, bajo diferentes seudónimos o alias. Es un buen contraste en una época en que las bandas se toman 3 o 4 años entre trabajo y trabajo.

The Sunset Tree es un disco de guitarras acústicas llevado adelante por la voz infantil de Darniell. Uno de sus temas principales es el abuso al que era sometido el propio cantante en manos de su padrastro. Tiene momentos realmente dramáticos, y todo con una instrumentación escueta e íntima. En la increíble Up the Wolves encontramos esta hermosa frase

our mother has been absent ever since we founded Rome.
but there's going to be a party when the wolf comes home.
No hace falta decir quién es el lobo.
Quiero volver sobre la voz. Alguna vez, escuchando el cover de Adam Green del tema What a Waster de los Libertines, le decía a mi hermano que la forma de cantar me recordaba a la imagen de Nelson interpretándole una canción a Lisa en uno de los geniales capítulos de los Simpson. Podría repetir la misma sentencia escuchando a los Goats. Es la voz de un pibe de ciudad gris del oeste americano, Houston en este caso, lleno de una ira contenida que expresa a los gritos o, todo lo contrario, mediante susurros intensos que calan los huesos. Ese contraste entre la dolorosa poesía de las letras y la impronta adolescente de la voz es de una hermosura indescriptible. Darniell es un letrista genial. Combina una inocente sensibilidad con referencias intelectuales complejas. Love, love, love es sublime. Transcribo en castellano para entendimiento de todos.

El Rey Saúl se clavó su espada cuando todo andaba mal,
y los hermanos de Joseph lo vendieron bajo el río por una canción,
y Sonny Liston frotó un bálsamo de tigre dentro de su guante
algunas cosas las hacés por dinero, y otras las hacés por amor, amor, amor

Raskolnikov se sintió enfermo, pero no pudo decir por qué
cuando vio su cara reflejada en el brillo de los ojos de su víctima.
algunas cosas las vas a hacer por dinero y otras las harás por diversión
pero las cosas que haces por amor van a volver a vos una por una

amor amor va a guiarte de la mano
hacia un lugar blanco y silencioso
ahora vemos cosas como en un espejo difuso
luego nos veremos unos a otros cara a cara

y camino a Seattle el joven Kurt Cobain
oculto en Greenhouse, pone una bala en su cerebro
silencioso en el césped bajo nuestros pies, lluvia en las nubes,
algunos momentos duran para siempre,
pero otros se queman poco a poco con amor amor amor.


La línea ahora vemos cosas como en un espejo difuso, luego nos veremos unos a otros cara a cara, además de ser impresionante, siempre me ha recordado a Borges. Estuve buscándola en los libros de Georgie y encontré esto en el ensayo Pascal de Otras Inquisiciones:

(...) Recorrí, lo recuerdo, las Escrituras; no di con el lugar que buscaba, y que tal vez no existe, pero sí con su perfecto reverso, con las palabras temblorosas de un hombre que se sabe desnudo hasta la entraña bajo la vigilancia de Dios. Dice el Apóstol (I Corintios, 13, 12): “Vemos ahora por espejo, en oscuridad, después veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero después conoceré como ahora soy conocido”.(...)

No sé y nunca sabré si Darniell leyó a Borges o si ha consultado alguna vez aquél párrafo de la Biblia. El hecho de que en diferentes momentos de la historia tres seres humanos hayan entonado la misma metáfora nos hace pensar con Paul Valery que la historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.

Esta línea me hace pensar nuevamente en el anonimato del artista como algo positivo o estimulante. Porque, ¿no es aquello que se dice lo trascendente? La cultura ha olvidado el contenido y se ha concentrado con mezquindad en las formas. Eso hace que todos los publicistas de este mundo estén compitiendo para ver quién envuelve mejor el paquete, olvidando la esencia del asunto, digamos (siguiendo la dudosa analogía), el paquete mismo. La caja de la televisión está envuelta en un hermoso papel pero no tiene nada dentro. Si uno analiza a los grandes artistas se puede comprobar que vuelven una y otra vez sobre los mismos temas, sobre las mismos asuntos que la humanidad no ha logrado resolver. No es casualidad (cada vez creo menos en las casualidades) la conexión entre Corintios, Borges y Darniell. Es algo mucho mayor.

Volviendo al disco, creo que a pesar de todo lo triste que parece termina otorgando el oyente una enorme felicidad. Quizás porque Darniell acaba creyendo en el amor, en el poder salvador del amor para redimirnos de tanto desastre.. Es un disco para compartir, para escuchar en soledad pero comentar entre amigos. En esa época todavía nos tomábamos el tiempo de hacer la tapa de cada uno de los discos, de fotocopiar el arte interno y la contratapa. Luego ya fue imposible, bajando 50 grupos nuevos por mes. Pero The Sunset Tree es eso, una felicidad, un tesoro compartido entre pocos, un conjunto de canciones para escuchar los días soleados o los más abúlicos domingos, una compañía asegurada para el resto de tu vida. La canción que abre el disco se llama You or Your Memory.

Me registré en una habitación barata en La Ciénaga
Me colgué mirando el estacionamiento a través las cortinas
Caminé a la tienda de la esquina justo antes de que la noche caiga en mis pies descalzos
Asfalto negro quedado, suave y caliente
Y cuando volví acomodé las compras
En la alacena sobre el lavamanos,
Y me miré a mí mismo a los ojos

Aspirina de bebé St. Joseph
Bartles y James
Y vos o tu recuerdo


Me agazapé detrás de una manta cuando vi que la luna comenzaba a salir
Agobiado en mi depresión apagué la luz
Y ahí en la oscuridad pude ver la verdad sobre mi
Tan clara como el día; Dios, si lo logro por esta noche
Entonces me recompondré e iré por el sendero correcto hasta el fin de mis días

Aspirina de bebé St. Joseph
Bartles y James
Y vos o tu recuerdo
Es una letra conmovedora porque logra capturar detalles banales, imágenes que parecen intrascendentes, y otorgarles una derivación espiritual. Todo el disco está plagado de poesía. No puedo dejar de destacar la letra de Broom People.

El Hudson del 36 en el garage,
Toda clase de porquerías dispersas en la habitación,
Platos en el lavabo,
Nueva paja para la vieja escoba,
Amigos que no tienen idea,
Maestras bien intencionadas,
Pero bajo tus brazos,
Bajo tus brazos soy una criatura salvaje.


El suelo del segundo piso está regado de diarios
Una alfombra blanca con pelos de mascota pegados
Potes de helado a medio comer en el freezer
Combustible fresco para las lámparas de sodio
Escribí buenas razones para morirse de frío
En mi anotador de espiral de alambre


La melancolía es un sentimiento extraño, basado en extrañar cosas irrecuperables. Darniell describe cosas efímeras, como un helado en el freezer o una alfombra llena de pelos, y las congela para siempre. Son imágenes que duran segundos pero a las que trata de aferrarse como si fueran una extensión de su propio cuerpo. Cada vez que escuchamos esta canción el suelo está regado de diarios, y ese detalle fugaz se vuelve eterno. Generalmente se asocia la melancolía con bandas británicas como Coldplay o Radiohead, pero estas suelen incurrir (aunque no siempre) en el estilo patético. Las canciones de los Goats son melancólicas pero a su vez poseen una enorme dignidad.

Una curiosidad que rodea al disco es que durante un largo tiempo creímos que se trataba de una banda de los sesenta que ya estaba separada. Fue una sorpresa mayor saber que The Sunset Tree había sido editado en el 2005. Quizás influyó el hecho de que en esa época estuviéramos muy enganchados con Nick Drake y Van Morrison. Porque The Sunset Tree puede ubicarse sin problemas junto a esos artistas, no tanto por las letras o la intención general sino por el tipo de instrumentación.

Goto ha entrevistado vía mail a Darniell pero esas preguntas nunca fueron publicadas. Aquí las adjunto. La traducción es mía.

Hola Diego.Disculpas por la larga demora!
1.
Goto: Si pensamos que todo artista es el resultado de un cierto lugar y una cierta época, ¿cómo te las arreglaste para sonar diferente a todos tus compositores contemporáneos? ¿Qué estabas escuchando cuando Nevermind estaba cambiando la mente de todo el mundo?
John: Cuando Nevermind estaba en los charts yo escuchaba principalmente KNAC, que era una estación de radio de heavy metal de Los Ángeles. Además, una buena cantidad de música pop mexicana (Los Bukis, Los Yonics, un grupo de chicas llamado Pandora, Juan Gabriel & especialmente mi favorita, Ana Gabriel). Por esa época también estaba escuchando el catálogo completo de Steely Dan, The Gun Club, mucho Coltrane... Siempre he tenido un gusto bastante amplio. No creo mucho en el asunto de la “influencia”. Mi composición es sólo lo que se me viene a la cabeza cuando me siento a escribir; no es algo demasiado planeado.

2.
Goto: No escuché tus discos en orden cronológico. Empecé con The Sunset Tree y luego llegué a Ghana, que también es muy bueno pero que propone una forma diferente de hacer música. El disco empieza con “Hello there, Paul. I had a take and I was listening to it I was very sad and I said ‘You know? It can be done better”. Pienso que es un disco extremo, sin outtakes o grandes arreglos o producción. ¿Es esa tu intención con la música? ¿La idea de honestidad brutal?
John: Te sorprendería cuan apasionadas están algunas personas con respecto a esas primeras grabaciones. Es cierto, yo tuve una idea muy fuerte de “hacélo de una / a la mierda con la producción”, mantuve esa estética durante muchos, muchos años. Creo que la llevé tan lejos como puede ser llevada. El último disco grabado en forma casera se llama All Hail West Texas, y estoy bastante orgulloso de él, pero luego sentí que era el momento de explorar otros caminos. Pero sí, “extremo” solía ser mi prioridad estética número 1. Ahora es “cercano”, si es que eso tiene sentido.

3.
Goto: ¿De dónde surge la necesidad de escribir canciones? Sos el redactor y editor de una revista de rock, ¿algún motivo especial para escribir sobre música?

John: Oh, no lo sé. Sólo tengo el deseo de hacer algo realmente bueno, entendés lo que quiero decir..., y siento que nunca he estado cerca de algo así... Me gusta bastante mi propio material, pero siempre siento que lo puedo hacer mejor, así que es una eterna lucha por acercarse a algún tipo de ideal...

Escribir sobre música es en realidad una forma de tratar de articular mis pensamientos sobre el tema, para tratar de entender por qué me gustan las cosas que me gustan.

4.
Goto: Cada vez que mis amigos escuchan The Sunset Tree también ponen Astral Weeks y Bryter Later. ¿Qué pensás de esa combinación?
John: Bueno, es una linda combinación ya que son discos muy buenos!!! No pienso que mi material sea tan sesentoso en realidad, pero los dos son discos increíbles, claro... Aunque mi disco favorito de Nick Drake es Pink Moon. Van Morrison... hay tanto para elegir de él... Escuchaste Common One? Solía ser difícil de encontrar, pero es de lo mejor de fines de los setenta de VM.

Lo mejor para vos, John.

Acercarme a The Mountain Goats ha sido un hermoso regalo. No me conecté con Darniell ni con su ropa ni con su ideología, sino con eso que sintió durante algunos meses del 2005. Eso que nos une a él y a mí aún cuando jamás nos hayamos visto. Porque no hace falta que nos veamos.

Nota posterior

No tuve cable durante un largo tiempo. Finalmente volvió y sentí un tremendo choque al poner Mtv. El culto al yo y la fabricación de superhéroes musicales es una forma obscena de vender algo que debiera trascender el hecho comercial, en este caso el arte. Lo que la cultura pop ofrece son imágenes fabulosas de personas que no existen, irreales. El Tyler Durden del organo pestilente del Jack que mira la tele, del otro lado del sillón.

La cultura se ha vuelto previsible, y su éxito no se basa en un hecho artístico sino sociológico. Se vende un espectáculo, un evento, un mega show, un par de super lentes. Uno sería capaz de prever cada uno de los pasos de un recital de U2, si se lo propusiera. ¿No es eso el fin del rock, como decía el artista callejero? No hay riesgo sino pose, pura pose.

Todo cierra en la vida. Músicos como los Mountain Goats demuestran que las cosas pueden hacerse de otro modo. E Internet, la fabulosa red, es la cosa más extraordinaria que le ha pasado al mundo en muchísimo tiempo. Decía que todo cierra porque releyendo este posteo noté que hacía mucho que no entraba a Lunes Felices. Allí descubrí una frase que el redactor proponía: Hasta la contingencia siempre! Y me vino de perlas. La contingencia es la posibilidad de que algo suceda o no. Es terrible saber, viendo un clip en silencio, qué clase de música hace la banda en cuestión. Es terrible saber que Yellow cerrará el recital. Es terrible pronosticar el momento en el que entrará el solo de guitarra. La contingencia es la posibilidad de que todo pueda sonar mal, que el tipo esté sufriendo, que se le caiga la guitarra, que se le desacomode un puto pelo de su hermosa melena. Sólo arte, por fin.

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